lunes, 24 de marzo de 2008

El Pais.CRÍTICA.Encuentro con el Otro

JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO 09/12/2007

El título del último libro publicado en España de Ryszard Kapuscinski -Encuentro con el Otro- viene como anillo al dedo para encabezar esta reseña. Por varias razones. En primer lugar, por el doble proceso del descubrimiento del Otro de los personajes de Tristán e Isolda, que el director de escena, Patrice Chéreau acentúa continuamente desde una dimensión teatral. En segundo lugar, porque un triunfo tan estrepitoso de Wagner en la casa familiar de Verdi indica un acercamiento de la cultura lírica italiana a la alemana. Un encuentro o un reencuentro, dejémoslo así, no sin señalar que Tristán e Isolda hacía 29 años que no se representaba en La Scala. En tercer lugar la seducción que Daniel Barenboim, y de paso Stéphane Lissner, han ejercido en el territorio de otro seductor, Riccardo Muti, corrobora que el relevo está consumado y que el público de La Scala tiene ya un nuevo líder musical. Desde las grandes noches de Muti no se escuchaban en La Scala unas aclamaciones tan apasionadas en los intermedios entre los actos como las que anteayer levantó Barenboim. Los milaneses -lo mismo que la orquesta- se han "encontrado" con el maestro argentino. Barenboim es el Otro. Y, en último lugar, en esta dinámica de cordialidades no pasa por alto que cinco jefes de Estado -de Italia, Alemania, Austria, Grecia y Qatar- han compartido el palco de la jornada inaugural, amén de que en la sala han coincidido un sinfín de ministros de diferentes países, ha habido un porcentaje de espectadores de raza negra por encima de lo habitual en estas veladas e incluso ha asistido al menos una pareja árabe, ella con el inevitable pañuelo cubriendo su cabeza. Más todavía. En una fiesta de la mundanidad como es esta serata de La Scala el bellezón femenino no ha sido una italiana, sino la primera dama de Qatar, Mozah Bin Nasser. Kapuscinski al menos nos ha dado la pista de que para entender el mundo que nos rodea hay que tener en cuenta la importancia del Encuentro con el Otro. Algo más que le tenemos que agradecer.

Lissner ha jugado sus cartas con mucha habilidad. Dejó que los medios de comunicación hiciesen sus quinielas sobre qué maestro italiano podía suceder a Muti, mientras preparaba el desembarco de Barenboim, no como director musical sino como principal director invitado. Y le propuso una presentación operística con su ópera fetiche, no con un título de Verdi o Mozart, donde la sombra de Muti es alargada. Barenboim, que dirigió descalzo y sin pajarita o corbata, se vació, elevando a la orquesta de La Scala a cotas de ensueño. La seducción de Barenboim con la orquesta tiene altas cotas democráticas. Les aplaude, les hace participar del éxito. Su lectura de Tristán e Isolda fue conmovedora, pletórica de contrastes, poética hasta el estremecimiento, hipnótica. Ensimismados estaban los músicos y no menos Waltraud Meier, dominadora hasta el último entresijo emocional del personaje de Isolda, Ian Storey que se dejó el alma y al límite de sus posibilidades infundió carácter heroico a su Tristán, o Matti Salminen, que dio una lección de canto noble, transmitiendo humanidad y compasión, en sus contadas y fundamentales intervenciones como Rey Marke.

Era la tercera colaboración entre Barenboim y Patrice Chéreau, después de un inolvidable Wozzeck en París y un interesante Don Giovanni en Salzburgo. También era el tercer intento que ambos hacían para poner en pie Tristán. Los dos anteriores, en 1981 y 1993, se vinieron abajo porque a Chéreau le daba "miedo", según él, después de haber quedado marcado con El anillo del nibelungo, su otra incursión en Wagner, en Bayreuth, con Pierre Boulez, su otro compañero favorito de aventuras desde la dirección musical. Las grandes bazas de Chéreau son la dirección de actores y el movimiento coral, es decir, las que provienen del teatro. Plásticamente el espectáculo es de una gran sobriedad y está lleno de evocación melancólica en su tratamiento atemporal de muros, nieblas, piedras y colores industriales. Se diría que es una puesta en escena que hereda, en relación a otros montajes de La Scala para esta obra, el concepto espacial de Adolphe Appia en 1923 y el luminotécnico de Wieland Wagner en 1964. El segundo acto, por ejemplo, es portentoso, de una intensidad en los personajes estremecedora, que se ve reforzada por la escenografía de Richard Peduzzi, el vestuario de Moidele Bickel y las luces de Bertrand Couderc. El espectador se ve envuelto visual y musicalmente en algo que no domina pero que le arrastra. Tristán e Isolda se abrazan, viajan al fondo de la noche, se entregan sin rehuir el contacto físico, sufren y, sobre todo, se encuentran en una dimensión desconocida para ellos, en la atracción irresistible del abismo, entre el amor y la muerte. El equipo escénico, en su austeridad, no fuerza a una determinada interpretación. Deja al espectador que sea la música la que le convulsione y se limita con su teatralidad y efectos visuales a enmarcar la historia poética y narrativamente en el terreno de los sentimientos.

La Scala de Milán es un teatro con historia y sus grandes citas, las del día de San Ambrosio de las inauguraciones de temporada especialmente, son el escaparate donde se reflejan como en ningún otro lugar las grandezas y miserias de un espectáculo, el operístico, tan excesivo como complejo y ambicioso en el encuentro de diferentes disciplinas artísticas. Anteayer ha sido la primera vez que Tristán e Isolda ha inaugurado la temporada un 7 de diciembre. Hasta ahora, y desde 1900, se había programado esta ópera en 16 ocasiones con direcciones musicales de Arturo Toscanini, Tullio Serafín, Victor de Sabata, Hans Knappertsbuch, Herbert von Karajan, Lorin Maazel y Carlos Kleiber. Se dice pronto. Daniel Barenboim coge el testigo. El Otro es él. Que sea para bien.

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